jueves, 29 de mayo de 2014

La navaja inglesa, de José de Cora



Título: La navaja inglesa
Autor: José de Cora
Editorial: Tropo Editores
Edición: 1ª Edición: 2014
ISBN: 978-84-96911-72-7
Páginas: 530


Sinopsis

Madrid prepara una de las obras más simbólicas y trascendentes del reinado de Carlos III, el Salón del Prado y sus fuentes, cuando un asesinato conmueve la ciudad. Se trata de un muchacho de quince años que aparece castrado y cuyos atributos masculinos se arrojan en el entorno de uno de los monumentos principales del Paseo, el de Cibeles.El comisionado del intendente al que se le encarga la investigación llega al convencimiento de que el crimen del joven guarda relación con la llegada de la diosa frigia, cuyos sacerdotes en su delirio le ofrecen su masculinidad.Los rumores salpican a la princesa de Asturias, María Luisa de Parma, por lo que el Rey ordena que sea espiada para confirmar o no la veracidad de estas acusaciones.Nuevos crímenes con las mismas características se añaden al primero y la ciudad se agita entre sospechas y terrores. Por otra parte, el marqués de Sade, un escritor francés de gustos lascivos, comienza a ejercer notable influencia entre la aristocracia madrileña, que se rinde ante la nueva permisividad sexual que llega de Europa.La Iglesia, que ha permitido y alentado la expulsión de los jesuitas, no ve con agrado el homenaje mitológico en pleno centro de la ciudad y trata de evitarlo. De ese modo, la Ilustración que representa Carlos III se debate entre la apertura y la aceptación de la modernidad, o mantenerse en brazos de la Inquisición, la censura y el oscurantismo.Las penumbras comienzan a disiparse cuando el comisionado se aproxima al descubrimiento del criminal, que utiliza para llevar a cabo sus planes la primera navaja barbera que llega a España desde Inglaterra. Con ella castra a sus víctimas como era habitual en los rituales de Cibeles.Pero ¿quién es y por qué se entrega a tan macabro ritual?



Opinión de Gervasio López (Disgresiones y Leyendas):

La navaja inglesa, que José de Cora viene de publicar con Tropo Editores,nos describe el Madrid de entre 1773 y 1780, cuando, traspasado por un irrefrenable afán constructor, el rey Carlos III decide acometer la ejecución de las obras del Salón del Prado y mudar, por fin, el tan malbaratado aspecto de la ciudad. Pero es éste un Madrid birrioso y escalofriado, con las aspiraciones amputadas por los muchos sobresaltos que le salen al camino; y mientras las piedras que habrán de conformar la fuente de la Cibeles se blanquean, se escarifican y se pulen, también se escarifican las honras y los tegumentos genitales.

Así, durante la construcción de la hoy tan conocida fuente, y como colofón a una Pascua que ya entonces comienza a ser desdeñada por las penitencias que en ella se infligen los devotos, aparece el cadáver emasculado del joven Dosindito, un rapaz casi angélico, pero de familia hecha añicos, que a todo el mundo hacía bien. Días después, Lorenzo Chacón, el arquitecto encargado de las obras, hallará en las tierras removidas que circundan la fuente la bolsa escrotal del muchacho.

Comienza entonces un reguero como incesante de groseras y generosas circuncisiones que Dámaso Mayorga, el encargado de la investigación, tratará de frenar con la muy singular y erudita ayuda del sacerdote D. Juan Francisco de Castro, a la sazón Vicario General del Obispado de Lugo, y la preclara sagacidad que de forma puntual le presta el joven arquitecto Chacón.

Concurren en la historia María Luisa de Parma, Princesa de Asturias, a quien la Corte se le hace sosa; Cenarrusa, la “oreja del rey”, siempre atento al contubernio y al direte; los marqueses de Curazzo, tan dispares ellos; los barones de Esteiro Labandal; el conde de Sanchezcapitán, Goomer Astudillo, homosexual impenitente y frivolón; o el negro Tomás, entre otros, un Borbón bastardo y muy oscuro que semeja hacer fortuna con el cimbrel. Y concurre, además, salpimentando de sudor la trama, un casi extenuante y muy democrático goteo de fornicaciones varias, para entonces prohijado por el pervertido magisterio con que el Marqués de Sade preñaba las sociedades de la época. 

Siempre he tenido a José de Cora por un muy buen escritor, por una suerte de Woodehouse en ciernes —o sin los ciernes—, que se revela capaz de instilar en el lector ese aliento que brota, tan solo en contadas ocasiones, de entre las más bellas frases de un libro; un autor que inocula el germen de la voracidad y nos impulsa a continuar con nuestro periplo lector. En sus celebérrimos artículos periodísticos, de Cora amalgama su muy atinado criterio para el análisis sociopolítico con un entre vitriólico, sarcástico y descacharrante sentido del humor. Pero en esta última obra se nos muestra mucho más.

En su navaja, tal parece que de Cora se hubiese plantado un pelucón de albos zarcillos, enfundado las polainas y calado el de tres picos; y así, de esa guisa dieciochesca, nos transfundiera la más cierta y cruda de las sensaciones. Pues mientras uno lee sus diálogos y descripciones y se entremete en ellas, casi como por ensalmo frunce el ceño y se encabrita, esboza una sonrisa o se carcajea sin recato; siente cuanto pasa, se emociona e irrita, se ofende y horroriza, pues nada de la obra le es ajeno.

Sus personajes acarrean un como perpetuo desaliento, una acerba desesperanza que, aun enjalbegándose con los afeites de la prosperidad, no alcanzan a ocultar. Viven por un sexo donde el amor se muestra ausente, o por un favor que tan solo habrán de alcanzar a través de hechizos, de unos muy bestiales sacrificios o de ungüentos que enlentecen las conciencias y las sangres. El amor se les antoja una quimera, y al no toparlo se refugian en un yacer desembridado y sin sentido, en un fregoteo impetuoso que les arrebata el ser y les rapta el seso, o en unas muy enloquecidas promesas de endiosamiento. Se nos muestran, por así decirlo, casi huecos. Y sin embargo tienen alma.

Animados por esa prosa ubérrima y feraz de José de Cora, los personajes de “La navaja inglesa se nos hacen vivos y cercanos. Percibimos la belleza casi rampante que se arracima en Violeta, el íntimo desarraigo que hallamos en Lorenzo o ese tabernario hedor que exuda alguno de los secundarios. Esbozamos un deje de repeluzno al contemplar las sevicias y los crímenes, y se nos cuela por entre los labios algún exabrupto ocasional. Y esa es, sin duda, para mi eterna envidia como narrador, la tan grande labor que nos ha demostrado de Cora. Pues pocos hay que nos incrusten con tal fijeza lo narrado y nos remuevan las entrañas; pocos hay capaces de crear así.

CODA

La navaja inglesa bien puede ser un rimero inabarcable de procacidades o una muy extensa colectánea de balanos en acción. Pero en ese como perpetuo trajín de lo genital se nos revela la verdadera cochambre de aquella tan ilustrada sociedad, el réprobo e inicuo comportamiento de quienes, transidos de una ciega razón, trocaron la moral por unos aires más modernos y cosmopolitas. Y si bien es cierto que estas crónicas matritenses tienen un mucho de guarro, de concupiscencia enfebrecida y de escabroso, no lo es menos que en ese devenir de falos vivarachos, escrotos amputados y señoritingas de moral escacharrada, el autor nos trae una muy enjundiosa novela, el retrato vividísimo de un Madrid con los revocos interiores muy ajados; de un Madrid a la vez misérrimo y suntuario, encopetado y con los calzones flojos, donde un rey ya taciturno se amustia entre abrojos, escopetas e intrincadas conspiraciones; donde la nobleza, ávida de cuartos, de poder y hasta de fornicio, se envisca entre las más sucias escurrajas en que devienen las morales moribundas; de un Madrid de atorrantes sin vergüenza y de marquesas sinvergonzonas; de un Madrid que se ciega con los falsos oropeles de la ilustración mientras abre los ojos —y los brazos; ¡y hasta las piernas!— a la sicalipsis y a la sinrazón; de un Madrid, en fin —y discúlpeseme la tan extensa tautología—, que habrá de quedarse para siempre por entre los más íntimos vericuetos de mi mente y en el más preciado anaquel de mi estantería. De un Madrid, en suma, que ya nunca contemplaré de igual modo.

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