martes, 13 de diciembre de 2011

El capitán Alatriste, de Arturo Pérez Reverte


Páginas: 248
ISBN: 978-84-204-8353-5
EAN: 9788420483535
Editorial: Alfaguara
Precio: 16.10 €


Reseña de José Luís González Gancedo.


Que buen vasallo si hubiera tenido buen señor
2/11/11
Hace unas cuantas Lunas, a raíz de las frases “cuando la noble dama lo crea pertinente iré a buscarla con la lanza en astillero” y “ya preparé el ajuar, ya nos podemos largar” dos personas muy estimadas por mí preguntaron: José, ¿a que a ti te gustaría haber nacido en otra época?.
Unos cuantos amaneceres después, en estos días en los que el Lunes es el mejor día de la semana gracias a “Águila Roja”, y a un servidor le gustaría ser tan frío como el acero de una espada, ha sido una extraordinaria vía de escape la lectura de las aventuras del capitán Alatriste, ese bravo espadachín que sirvió en los Tercios Viejos que combatieron a lo largo y ancho de la Vieja Europa para mayor gloria de Felipe IV, un monarca que, como tantos otros a lo largo de la larga historia de España, hizo uso y abuso de su poder para beneficio suyo, y desgracia de ese pueblo que, prisionero de la ignorancia, ante el impresentable señor que le toco en suerte se comporto como un buen vasallo.
1622: Iñigo de Balboa, deja su Oñate natal y viaja hasta Madrid para ponerse al servicio de Diego Alatriste y Tenorio compañero de armas de su fallecido padre al que, mientras agonizaba entre sus brazos a consecuencia de las mortales heridas recibidas durante el cerco de Jülich, juro que se haría cargo de él si salía vivo del infierno en la tierra que fue la Guerra de Flandes.
A lo largo de 205 páginas, el joven Iñigo da cuenta de las andanzas por la Villa y Corte del “capitán Alatriste”, un hombre que no era el hombre más honesto ni el más piadoso, pero era un hombre valiente.
Como tantos otros soldados sin guerra, mientras espera que una nueva operación de castigo contra los Países Bajos, Francia y La Pérfida Albión ponga en marcha la letal máquina militar que eran Los Tercios Viejos, Alatriste sobrevive poniendo su destreza con la espada al servicio de aquellos que no tenían los arrestos necesarios para solventar por si mismos sus propias querellas.
A medida que avanza la lectura asistimos a duelos a
espada librados en oscuros callejones, duelos en los que los contendientes dejan de lado el romanticismo de las novelas de caballería a sabiendas de que jugar limpio cuando va a escote el pellejo, es algo que contribuye a la salvación del alma en la vida eterna; pero en lo tocante a la de acá, la terrena, supone el camino más corto para abandonarla con cara de idiota y un palmo de acero en el hígado.
Dejando bien a las claras que Alatriste de santo varón tiene lo justo, Iñigo de Balboa no deja pasar la ocasión de mostrar que, a su manera, es un hombre mejor que muchos de sus compatriotas gracias a su particular código, un código que le obliga a darse de baja en el Tercio de Cartagena para no participar en la matanza de hombres, mujeres y niños que fue la represión de la revolución de los moriscos de Valencia, y a enrolarse en el Tercio de Nápoles que combate contra turcos y venecianos dado que puesto a degollar herejes prefiere que estos sean adultos y puedan defenderse.
Propio de un corresponsal de guerra es el relato de la batalla de Nieuport librada entre España y las Provincias Unidas y durante la cual las compañías del viejo Tercio, erizadas de picas, formadas en cuadro alrededor de sus banderas desgarradas por la metralla, escupiendo mosquetazos por los cuatro costados, se retiraban muy despacio sin romper la formación, impávidas, estrechando filas después de cada brecha abierta por la artillería enemiga que no osaba acercárseles.
Cabe hacer también hacer mención al descorazonador y realista retrato de la España de aquellos días, un país gobernado por Felipe IV – un rey joven, simpático, mujeriego, piadoso y fatal para las pobres Españas y sus súbditos – en cuya corte todo podía comprarse con dinero, hasta las conciencias.
Ese tiempo infame llamado Siglo de Oro y durante el cual, por desgracia, los gestos caballerescos y hospitalarios, la misa en días de guardar y pasear con la espada muy tiesa y la barriga vacía no sirvieron para llenar el llenar el puchero o poner picas en Flandes, sin duda alguna, ha acabado siendo visto como un tiempo que a pesar de todo lo malo mereció la pena gracias a que, entre la corrupción del clero y la aristocracia y la incompetencia de los gobernantes, tuvieron cabida los cuadros de Diego Velázquez, los versos de Lope de Vega y los ácidos sonetos de Francisco de Quevedo, artistas todos ellos con los que, en compañía de Alatriste, tendremos la suerte de compartir unas jarras de vino en La taberna del turco.
En resumen, una extraordinaria novela que ha hecho mas llevadera la existencia de este héroe solitario que a pesar de que sabe que esta condenado a la derrota venderá caro su pellejo valiéndose de las mejores armas: amigos fieles, una mujer por la que bien merece la pena batirse en duelo y un buen libro...

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