Estudio mis cartas. Un trío de reyes y dos naipes inútiles, me descarto y me reparten dos más. Subo la apuesta sin mirarlas y luego las compruebo con disimulo. Tendré que conformarme con el trío de reyes. La habitación persiste en una sordina expectante. La fumada de los pitillos erige una neblina que anubla la catadura de los asistentes a la timba de póquer, situados todos a nuestros dorsos, como meros espectadores silenciosos. Sofía la camarera, se arrima y me sirve el güisqui que le había solicitado. La jeta de Andrés es un poema, lleva toda la noche perdiendo y muestra un nerviosismo alarmante. Apura su emboquillado y lanza la colilla al piso enmoquetado. Una asistenta se acerca para recogerlo cuando el tipo revienta como un chiflado y la apalea sin piedad ante las caras de asombro de la concurrencia, luego, antes de que nadie de los presentes pueda reaccionar, extrae su arma y nos encañona.
Se dirige hacia Javier, que se encuentra a mi derecha, y le introduce el cañón de su pistola en la embocadura. Javier, mi compadre, no pierde los nervios y sonríe sarcástico, pero Andrés le borra la sonrisa de un culatazo. El tapete se mancilla con la sangre de mi amigo, que se lleva las manos a la boca indagando con la lengua los molares que le faltan. Saliva en el piso una masa sanguinolenta, e intenta alzarse, pero un segundo culatazo en el pecho le obliga a permanecer sentado.
Yo me llevo con disimulo la mano a mi sobaquera, el contacto con la culata nacarada de mi arma me tranquiliza. Con la mano zurda agarro el vaso de güisqui y lo apuro de un trago, sin perder de vista un solo instante los movimientos de Andrés. Los curiosos empiezan a inquietarse y más de uno intenta abandonar la sala que permanece en semi penumbra, pero a un mohín del matón, todos vuelven a ocupar su lugar.
Los dos hampones que abrigan los reveses de Andrés toman posiciones en la salida y extraen sendos pistolones. Los tengo controlados gracias al espejo del fondo, ellos serán los primeros en reventar por una de mis balas.
Andrés se ha equivocado de hombre, no es Javier quien ha marcado las cartas, sino yo, pero eso no parece importarle, cualquier escusa es buena para eliminar a amigo, un estorbo menos en su escalada hacia el mando de la organización.
Las chicas de la barra se han quedado mudas y más de una se protege tras del mostrador.
El sayón está dispuesto a ajusticiar a mi compadre delante de todos, amartilla su arma y entonces yo, lanzo dos ases sobre el tapete.
La cara de Andrés muestra una enorme sorpresa mientras desvía el cañón de su arma hacia mi pecho, pero sin esperar su reacción, me encuentro rodando por el piso enmoquetado con mi nacarada en la diestra. Me volteo por la alfombra a la vez que vomito fuego. Se atienden dos estampidos y los gritos histéricos de las chicas. Los gorilas caen abatidos mientras percibo como las botellas se hacen añicos a mi lado, Andrés me está disparando.
Tumbo una mesilla y me parapeto detrás, el cobarde utiliza a Javier de escudo, pero eso no me impedirá abrirle un agujero en el entrecejo. Disparo mi arma y le doy conscientemente en un pie, momento en el que me incorporo mientras Javier se ladea para dejarme el camino libre. Aprieto el percutor por cuarta vez, pero yerro. Ese cabrón va a dispararle en la testa a mi compadre cuando en la lejanía, escucho la estridente voz de mi madre.
—¡Juan, a cenar! Deja ya esa novela de asesinos y estudia, que mañana tienes exámenes.
Cierro la novela de mala gana y la lanzo sobre mi camastro. Otra vez mi madre fastidiándome en lo mejor.
Autor Amando Lacueva
© Obra registrada 2011
Reservados todos los derechos.
Autor Amando Lacueva
© Obra registrada 2011
Reservados todos los derechos.
Genial, sorprendente, me ha gustado mucho.
ResponderEliminarGracias Antonio, me alegra que te guste. Un abrazo.
ResponderEliminar