Viaje a la Alcarria nos transporta a la
España de 1946, a la comarca del suroeste de Guadalajara, cuando las mulas y
los burros tiraban de los carros y no había más asfalto que tierra, piedras y
polvo para transitar de pueblo a pueblo. Es un cuaderno de viajes que acaba
como empieza, de sopetón, como diría Don Camilo. Te das cuenta que has consumado
su lectura cuando el narrador manifiesta que: “da por concluido su viaje” que ha durado poco más de una semana, y
a fe mía que remata el relato sin más, sin que el lector vea venir el final,
como el coscorrón de la abuela, que lo sientes porque pica, pero no sabes de
dónde ni por qué ha venido, así concluye el viaje, sin más.
El peregrino, Don Camilo, se echa el
morral a la espalda y se cuelga la cantimplora a la hebilla del cinturón y vaga
por los pasajes de la comarca, describiendo, con tantas comas como el lector precisa para una correcta respiración; los
pueblos, campiñas y gentes que la habitan. El viajero se detiene en deleites terrenales:
buena comida, buen cobijo, cuando le es posible conseguir techo, buenas
tertulias y largas y pesadas caminatas. Es un vagabundo culto que se agarra a
su tesoro, su libertad. Es como meditar sentado en una losa en la soledad y
silencio de la ronda de tierra, fumando un pitillo, regando el gaznate con agua
fresca de su cantimplora, ensimismado en la grandiosidad y belleza que le rodea,
de su quietud, del discurrir de un arrollo, de la paz de la Alcarria.
Poco sabemos del viajero, salvo que está
casado y tiene un chiquitín del que
se despide hasta su regreso, nada más nos dice, ni falta que hace porque a
nadie le interesa.
En su caminar nos muestra las gentes tal
y como eran, sencillas, honestas, trabajadoras, serviciales, o no, descaradas,
depende de cada quien, porque cada cual es como le da la real gana.
No hay que despreciar a algún que otro
personaje pintoresco con el que se cruza, come, cena, viaja, duerme o entable
una tertulia, interesante o no, como un loco, un mendigo andrajoso, un alcalde culto,
un médico parco en palabras, y sobre todo, la inmensa mayoría de ellos, con
recuerdos de un pasado glorioso, quizás inventado, quizás soñado, quizás real,
solo quizás.
Observamos a través de los ojos del
viajero la cultura, folclore, costumbres, arquitectura y sobre todo, el bello
paisaje de los pueblos que discurren por el Tajo y sus afluentes.
Utiliza en su deambular el carro de
algún arriero comprensivo con el viajero, que le invita a auparse al pescante y
compartir un trecho del camino, incluso se sube en autobuses de línea
abarrotados por gitanos y guardias civiles, y como no, en automóviles que
vuelan sobre el camino, haciendo la distancia más corta y llevadera, pero sobre
todo, ante todo, viaje a la Alcarria se hizo para caminar, para patear la
tierra, dormir al raso, oler, degustar, ver, conocer gentes y entablar
tertulias, porque la tertulia, lo que ahora no se lleva, es un acto que pone en
gran valor, en extremo valor, como debe ser.
Nos conduce por pueblos como: Taracena,
Torija, Brihuela, Masegoso, Cifuentes, Archilla,
Budia, Trillo, El Olivar, Durón, Sacedón, Casasana, Pareja…
Por suerte para el lector, el viajero se
detiene en breves descripciones del entorno, pequeños apuntes que ayudan a
proseguir con la obra en la que utiliza un lenguaje rico, acompañado de una
prosa lineal y sin fisuras. Lo mismo hace con los pueblos y sus gentes, como
cuando nos narra su encuentro con Martín Diaz, carretero de Trijueque, o Quico,
el hijo de la posadera de Trillo y su mula Jardinera,
o a Julio Vacas, El Mierda o Tío Gato, Tío Remolinos, El Rata
o Felipe el Sastre, porque en aquella España de mediados del Siglo XX, los apodos,
aunque no supieras de dónde venían, eran la tarjeta de presentación de cualquier
hijo de vecino que se preciase, y a mucha honra.
El viajero nos ameniza la lectura con
breves poemas de su propia cosecha, que apunta en un cuaderno acompañado del
humo de su cigarrillo o un habano regalado, que no tira, una estupenda perdiz y
un buen vaso de vino de la tierra.
Don Camilo nos adentra en las cuencas
del Tajuña, del Cifuentes y del Tajo, sin plan previo, a lo que salga. Así me
levanto, así escojo el siguiente pueblo, el siguiente arrollo, el siguiente
puente, el siguiente camino, sin preverlo, sin ataduras ni horarios, en
completa libertad, como debe ser y punto. Nada de organizar nada, a lo que
salga, que es como vale la pena andar y soportar el peso eterno del morral.
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