lunes, 7 de marzo de 2011

Las huellas del conquistador, de José Luís Pérez Regueira.

Nº páginas: 528 pags 

Lengua: CASTELLANO 
Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
ISBN: 9788496940383 
Nº Edición:1ª 
Año de edición:2008
Plaza edición: BARCELONA

Reseña de José Luís Fernández Gancedo

Sangre, sudor y lágrimas
31/10/10
En el majestuoso Castillo de Edimburgo tuve ocasión de visitar el museo dedicado a los Royal Scots Dragoon Guards, regimiento de caballeria que durante sus más de 200 años de historia ha combatido a lo largo y ancho del mundo, desde Blenheim hasta el desierto iraquí pasando por Talavera de la Reina, Waterloo y las llanuras de Balaklava; esas y otras batallas están grabadas a fuego en el marcapaginas que me acompaño siguiendo “Las huellas del conquistador” Hernando de Soto y aquellos que pusieron rumbo a Las Indias, ese “Nuevo mundo” donde esperaban obtener gloria y riquezas, gloria y riquezas por las que derramarón sangre, sudor y lágrimas.

Hernando de Soto, el primer hombre blanco que exploro El Gran Río del Nuevo Mundo, el Misisipeg (El Padre de las Aguas), sirve a José Luis Pérez Regueria para relatar las aventuras, heroicidades y crueldades de los hombres que se lanzaron a la conquista de El Nuevo Mundo, un lugar donde se peleaba por cada palmo de tierra y había que estar dispuesto a morir si se quería ganar la gloria.

La conquista del Nuevo Mundo, para muchos un veneno tan peligroso y tan placentero como el amor de las mujeres, comenzó para de Soto en 1514, año en el que acompañó al Almirante Pedrarias “La Ira de Dios” hasta Panamá.

Con catorce años, armado con los consejos de Rodrigo Martin Castro Caballero de la Orden de Calatrava “La espada firme y el estudio como rodela pues la lectura es un buen escudero de la bravura, templa los nervios y te ayuda en el juicio certero”, siendo un simple alabardero tendrá su primer contacto con los salvajes, los cuales veían a los españoles como seres barbudos de brillante piel inmune a las flechas, que en sus campamentos levantaban aspas para honrar a un misterioso Dios muerto, y que tenían fuego en las manos, brazos de largas uñas plateadas que seccionaban la carne sin desgarrarla y llevaban consigo una muerte tan rápida que parecía invisible.

El de Jerez de los Caballero, será testigo de cómo los frailes exigían a los indios que se sometieran al yugo de la Iglesia: “Si no lo hacéis, con la ayuda de Dios, yo, el Rey, esclavizaré a vuestras mujeres e hijos, y os hare todo el daño y el mal que pueda como a vasallos que no obedecen”

En ese Nuevo Mundo en el que allá donde iban los conquistadores no encontraban senderos alfombrados ni obsequiosos aborígenes con oro y mujeres, Hernando de Soto verá como el pecado de la ambición se torna en virtud y las conciencias de los hombres mudaban a menudo pues nada garantizaba que siguieran vivos al día siguiente.

Merced a los combates contra los indios, oirá como los ayes de dolor de los heridos se transforman en alaridos desgarradores cuando se cauterizaban sus heridas con hierros candentes o aceite hirviendo, para lo que servía el sebo extraído de las entrañas de los muertos.

Gracias al escribano Fernández, tras la primera batalla, descubrirá que son muchas las que le esperan y que en el futuro se desparramará mucho sufrimiento en ambos bandos puesto un mundo se negaba a morir a manos de la nueva civilización que se estaba pariendo en aquellas tierras.

Entrado en años y con galones ganados en combate comandara una expedición desde Nicaragua a Perú, una expedición durante la cual renegara de la batalla y entablara alianzas con los indios consciente de que la crueldad innecesaria con los conquistados era la culpable de las desgracias de los conquistadores.

Ansiosos por someter a vastos imperios con su espada y su ley, Hernando de Soto y sus hombres, durante la ruta hacía los montes Apalaches, se encontraran en las marismas de Florida con grandes lagartos de escamosos pellejos duros como corazas y apestosas fauces repletas de dientes afilados como puñales.

Durante su recorrido por Las Carolinas (Carolina del Norte / Carolina del Sur), bautizadas así en honor del Emperador Carlos, entablará amistad con los cheroqui y los acompañará durante la caza del tatanka (bisonte), el animal al que consideraban uno de sus dioses protectores y el favorito de Manitu “La Deidad Suprema”.

Hernando de Soto y los hombres que junto a él luchaban por su nueva tierra, a primeros de Noviembre de 1540, sufrirán una estrepitosa derrota ante los indios chotau liderados por Tascaluza.

Los que mataron a setenta y siete españoles luchando por la tierra que siempre había sido suyo, darán lugar a que del vientre humeante de Mobila nazca un nuevo Hernando de Soto que aplacara el odio que alberga su corazón masacrando el poblado indio de Chacaza y deleitándose viendo como las aves carroñeras devoraban la cabeza de Tascaluza ensartada en una pica.

En resumen, una extraordinaria novela sobre aquel al que un día de Junio de 1542, en Guachoya (Florida), sin comedimiento y con hombría, lloraron aquellos para los que había sido en la instrucción su maestro, en el banquete su padre, en las filas su hermano y en la batalla el dios al que se encomendaban para salvar sus almas.



1 comentario:

  1. Magnifica reseña que admiro ahora y presto a leer el libro, después de disfrutar con la segunda obra de este autor: Una cruz de jade para Cortés de Éride Ediciones, que narra la conquista de México merced al entendimiento y colaboración entre los padres de la "mexicanidad" moderna: Hernán Cortés y doña Marina, Malinalli o la Malinche.

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