lunes, 13 de diciembre de 2010

Certamen de Navidad: Reseña nº 3, La muerte en Venecia, de Thomas Mann

La muerte en Venecia, de Thomas Mann

Editorial: Planeta Deagostini
Autor(es) MANN, THOMAS
Editorial PLANETA DE AGOSTINI
ISBN 84-674-0519-8

Por Nimphie Knox

 Reseña de Sofia, Nimphie Knox

Publicada por primera vez en el año 1912,La muerte en Venecia constituye una de las obras más reconocidas del escritor alemán Thomas Mann (1875-1955). Su exquisita prosa, cargada de simbolismo y mitología, arrastra al lector a la ciudad de los canales del siglo XIX, paseándolo por las inquietudes de Gustav von Aschenbach, un reconocido escritor de edad madura que llega a Venecia en busca de la inspiración y la paz interior que le ha arrebatado la monotonía y la rigurosidad de su vida.
El talento ha obligado a Aschenbach a llevar una existencia disciplinada, mandatada por las exigencias de su profesión. De esta forma, una tarde, tras la observación de un extranjero pelirrojo, lo acucia un sentimiento extraño: ansias de desconectarse, de poner en pausa su vida y descansar de la fama acumulada. Sueña con “un paisaje, una marisma tropical bajo un cielo cargado de vapores (…), y entre las nudosas cañas de un bosque de bambúes vio brillar las pupilas de un tigre acechante” (pp. 18-19). Luego de una breve decepción en una isla del Adriático, decide enmendar el falso destino y viajar a Venecia.
En la vieja embarcación, el protagonista se encuentra con un personaje que, a pesar de su nula participación en el desarrollo de la historia, posee una enorme carga simbólica: se trata de un falso joven, un anciano que, rodeado de muchachos, simula ser uno de ellos imitando sus maneras y vistiendo sus atuendos. Aschenbach se horroriza: siente repugnancia de ese hombre y no comprende cómo es posible que los jóvenes lo admitan en su grupo y lo traten como a un igual. Y es que el protagonista, siempre movido por sus afanes intelectuales, “deseaba ardientemente llegar a viejo, pues siempre había pensado que sólo es en verdad grande y perfecto, digno de auténtico respeto, el artista capaz de realizarse creativamente en todas las fases de la vida humana” (p. 25) y, en su repugnancia, califica al falso joven como “viejo lechuguino”, “calamitoso”, “deplorable” y “balbuceante”.
Llegado al desembarcadero, Aschenbach se sube a la góndola y le exige a un grosero gondolero que lo lleve a San Marcos. Esta escena, a pesar de su brevedad, se encuentra embebida de una fuerte carga mitológica: Aschenbach acaba de subirse a la embarcación de Caronte, el antipático barquero de Hades, que lo acerca cada vez más a su muerte: “esa extraña embarcación, que desde épocas baladescas nos ha llegado inalterada y tan peculiarmente negra como (…) los ataúdes, (…) evoca la muerte misma, el féretro y la lobreguez del funeral, así como el silencioso viaje final” (p. 41); “estando a solas en plena laguna con ese hombre tan extrañamente insumiso, siniestro y decidido, el viajero no veía modo alguno de imponer su voluntad” (p. 43)
Llegado a Venecia e instalado en el hotel, Gustav von Aschenbach por fin se encuentra con el demonio de su infierno personal: un hermoso adolescente de catorce años llamado Tadzio, único hijo varón de una adinerada familia polaca.
A partir de ese breve encuentro inicial, comienza la tragedia interna del protagonista: enamorándose cada vez más del bello Tadzio, la sobria y rigurosa moral de Aschenbach cede ante su objeto de deseo, a pesar de no atravesar jamás el cristal de la mera contemplación.
Engalanado con las palabras que enaltecen su hermosura, Tadzio es elevado al altar de una divinidad: un efebo dotado de una hermosura deslumbrante, en el que la belleza se codea con la ingenuidad y la inocencia del niño. Tadzio es el Fedro de Sócrates, el Jacinto hijo de Píero, rey de Macedonia, y el Narciso que muere ahogado al enamorarse de su reflejo. Sin embargo, la excelsitud de su belleza no se encuentra condensada en ningún nombre propio: Tadzio es, a través de las metáforas, la propia Venus inmortalizada por Botticelli. Pero nombrar a la diosa del amor y la belleza sería a la vez grosero e insuficiente, y el narrador, que sabe bien que “la palabra sólo puede celebrar la belleza, no reproducirla” (p. 83) nos dice: “el muchacho volvió a la carrera, echando la cabeza atrás y haciendo espuma al batir con las piernas el agua que se le resistía; y la visión de esa figura viva en la que confluían la gracia y la rigidez de la pubertad, de ese efebo con los rizos empapados y bello como un dios, que emergía de las profundidades del mar y del cielo (…), era un mensaje poético llegado desde (…) el nacimiento de los dioses” (p. 57).
Sin embargo, cuando el narrador evoca los pasajes de Fedro, de Platón, el lector no debe dejarse arrastrar completamente por las palabras de Sócrates: es en el primer nivel de la narración, en la misma interacción de los personajes, donde se encuentra enmascarado el verdadero símbolo de la evocación: el narrador coloca a Sócrates en el papel de un “taimado cortejador” y al joven Fedro, en el “pequeño” novicio que está siendo cortejado por su maestro a través del conocimiento (p. 75)
Con el paso de los días, Aschenbach advierte que algo fuera de lo común está ocurriendo en Venecia: la ciudad está siendo desinfectada y el número de turistas va disminuyendo. Sospechando que algo sucede, investiga hasta dar con la respuesta: el cólera hindú ha llegado a la ciudad; “surgida en las cálidas marismas del delta del Ganges, alimentada por las metafísicas emanaciones del mundo insular, de aquella exuberante e inservible selva virgen que el hombre evita y en cuya espesura de bambúes acecha el tigre, la epidemia había (…) aparecido casi simultáneamente en varios puertos del Meditarráneo” (p. 101). Es inevitable que el lector no lo advierta: el cólera procede del mismo paisaje que el protagonista ha soñado. Advertido de la verdad que el gobierno oculta, el escritor decide quedarse en la ciudad de los canales. Consumido por la pasión y el deseo, se siente incapaz de alejarse del joven y hermoso Tadzio.
Turbado por su amor no correspondido y un malestar que con el paso de los días se hace mayor, la íntegra moral de Aschenbach se diluye en las aguas del mar que bañan a su amado. En la peluquería del hotel, el barbero le tiñe el cabello y le devuelve, mediante el artificio vano del maquillaje, los años que ha pasado entre los libros. Convertido en una caricatura de lo que él mismo ha despreciado en aquel falso joven, Aschenbach persigue a Tadzio por toda Venecia, cuidando de no ser descubierto. Inevitablemente, el vínculo entre ambos desconocidos se ha establecido a través de las miradas casuales y Tadzio, al advertir una noche la adoración del escritor, le dirige “una sonrisa elocuente, familiar, franca y seductora” (p. 83). El efebo se ha convertido en Narciso: ha observado su propia hermosura reflejada en los ojos de Aschenbach y el hombre, turbado, concluye la escena susurrándole al fantasma de su amado “te amo”, sin que el narrador se prive de las ironías
El desenlace se vuelve fatalmente inevitable. Una mañana, cuando el hotel ya se encuentra casi desierto, Aschenbach se entera de que la familia polaca partirá después del almuerzo. Conmovido por la próxima ausencia de su amado, el protagonista se dirige a la playa para observarlo por última vez: arrobado, lo contempla en medio del mar, transformado nuevamente en la Venus recién nacida y, en medio de su contemplación, sufre un desmayo del que no despierta jamás. Aschenbach ha soñado con la muerte y la muerte lo ha alcanzado hasta Venecia.
Deliciosamente construida, La muerte en Venecia no deja de maravillar a los lectores contemporáneos. Retratando en sus páginas la lucha interna de cualquier artista, el amor fatal por la belleza que jamás podrá ser creada por manos humanas, La muerte en Venecia es, sin duda, una de las más sublimes obras de Thomas Mann.

1 Las citas corresponden a la edición de Planeta DeAgostini, 2003.



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