viernes, 25 de junio de 2010

El código Da Vinci, de Dan Brown


Lengua: CASTELLANO
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788495618603
Nº Edición:1ª
Año de edición:2003
Plaza edición: BARCELONA


Lo confieso, leí “El Código Da Vinci”.


Por Juan Ignacio Prola.


Todos los lectores de este libro con los que he conversado me dicen que les ha gustado. Después de cuarenta y cinco años de llevarle empecinadamente la contra al mundo, tan unánime opinión era una invitación al disenso. Por eso, a nadie extrañe que yo lo abomine. Aunque seguramente los demás tengan razón, voy a dar los motivos de mi condena. Aquellos que abogan en favor de la novela, esgrimen en su defensa la verosimilitud de la información y el rigor de los datos que maneja su autor. No voy a negar ni lo uno ni lo otro, al fin y al cabo, al poeta le basta con nuestra fe en sus palabras. Mi crítica, aclaro de inicio, se refiere a cuestiones estéticas –literarias, si se quiere–; de manera que poco y nada me interesa la verdad o no de la tesis que sustenta el argumento. Para concluir con el tópico, digamos que la página más eficaz de la obra es, quizás, aquella en que el autor jura que “todas las descripciones de obras de arte, edificios, documentos y rituales secretos que aparecen en esta novela son veraces”. El procedimiento, claro, no es nuevo, Carlos Castaneda se ha servido de una técnica similar para escribir algunos de sus mejores libros, aunque ejecutada con mayor maestría. Sospecho que si en lugar de una novela Brown hubiera escrito un ensayo, nadie le habría prestado demasiada atención. La elección de la ficción como vehículo de expresión es acaso su mayor acierto. Otra de las razones que los defensores del libro suelen alzar en pilar de su redención es el magistral ensamble, la exacta coincidencia, el perfecto encastre, la precisión de relojero con que el autor logra unir la profusa información reunida. Respondamos que, puestos a buscar correspondencias, podemos hacer que todo coincida con todo y cualquier hecho tenga su correlato con otro, como los panteístas, incluso hasta el paroxismo o la locura. En este orden de ideas, me parece mucho más lograda y de más fina erudición una obra como “El péndulo de Foucault”, de Umberto Eco. “El Código Da Vinci” es una larga adivinanza de casi seiscientas páginas. La verdad es que no veo razón para demorar tanto un acertijo, el relato corre el doble riesgo de perderse o tornarse tedioso. (Una digresión. Los juegos de enigma, las charadas, parecen casi un género en la tradición literaria de la lengua inglesa, traigo algunos de ejemplos: el Códice de Exeter, documento de la Inglaterra sajona, recopila noventa y cinco adivinanzas, algunas tan complicadas que no se ha encontrado aún la respuesta; Edgar Allan Poe inventó el cuento policial, que es una adivinanza; Arthur Connan Doyle, creó al descifrador de enigmas más famoso de la Literatura, Sherlock Holmes; a la lengua inglesa debemos también la invención de las novelas de espionaje, que son complicados rompecabezas, y que han dado las siempre afortunadas plumas de John LeCarrè y Graham Green. Dan Brown no parece ser el mejor heredero de esa tradición. Vuelvo.) Para evitar que el argumento se torne tedioso a lo largo de la dilatada obra, el autor le imprime un ritmo vertiginoso al relato; para mantener atrapada la atención del lector, se ve obligado a terminar cada capítulo con un misterio que se resuelve en el siguiente. Tal vez lo consiga al principio, pero la insistencia en el uso de esta técnica vuelve completamente artificial el desarrollo de la trama. Al final, comprendemos que hubiera bastado con cien o ciento veinte páginas –cantidad generosa de papel–, para decir todo lo necesario. Esto es de extrema gravedad, pues indica que puede prescindirse de cuatro quintas partes de la obra sin ocasionar el menor perjuicio a la narración. De lo dicho podría inferirse que la trama es ágil y que nos conduce a un final inesperado. Nada de eso, el final es fácilmente predecible y tampoco hay sorpresa en los hechos que llevan a él. Las imágenes, las escenas, las descripciones, las técnicas narrativas son poco imaginativas. Un lector más o menos perspicaz puede intuirlas con demasiada anticipación. Además, ya se trate del racconto o de las abundantes escenas para películas de acción (hay una muy previsible “cámara lenta” en los últimos capítulos, digna de cualquiera de las de Indiana Jones, que muestra a las claras la influencia del cine; otra, no demasiado original, describe la huida del malvado a través de una cocina derribando sartenes y platos), siempre se nota demasiado la mano del autor quitándole espontaneidad al relato. Preocupado por sostener el argumento a cualquier precio, Brown fabrica personajes en serie moldeados en matrices huecas. Este es otro de los serios problemas del libro. Sabido es que una novela puede tener un argumento mínimo o no tenerlo en absoluto, pero en modo alguno puede obviar los personajes. Existen obras maestras del género que carecen de argumento, cito algunas al azar de la memoria: Los monederos falsos, de Gide; Apuntes desde el subsuelo, de Dostoievski; En busca del tiempo perdido, de Proust; Viaje hasta el fin de la noche, de Celine. Otras hay en las que el argumento es casi imperceptible o sirve de mera excusa, como Cien años de soledad, Adán Buenoayres, el Ulises de Joyce, Moby Dick, Los siete locos, El callejón de los milagros. Y existe una tercera categoría, aquellas en las que el personaje es el propio argumento, como El extranjero o El Quijote. Al leer estas obras sentimos que el autor ha creído en sus criaturas, que ha compartido con ellas el pan y el vino, que ha sufrido y ha gozado a la par de sus hijos. Estamos frente a seres vivos, hablamos con ellos, reímos y lloramos con ellos. Cervantes está más preocupado por el destino del Quijote que por las exigencias del estilo, eso le permite crear al primer –y sin lugar a dudas, el más querido– antihéroe de la literatura. La virginal candidez de los Buendía nos inspira una mágica y arrobadora ternura. ¿Cómo no conmovernos con sus actos inocentes hasta la crueldad? Al encontrarnos con Mersault, extranjero de sí mismo, ¿quién puede evitar el vacío, la ausencia, la alienación que provoca ser un forastero del mundo? Cuando avanzamos por el callejón de Midaq, y paramos a comprar dulces al Tío Kamil o entramos a tomar menta en el Café de Kirsha, sabemos que el milagro es posible y está siempre a punto de ocurrir. Nada de esto sucede en “El Código Da Vinci”, aquí no hay personajes, hay funcionarios. Son como esquemas literarios, cuya función en la economía de la obra consiste en ser útiles a las circunstancias de la trama. Pareciera que cada vez que Brown necesita desarrollar algo, va hasta el depósito, toma uno de estos armazones, lo desempolva y lo presenta sin el menor pudor. El profesor, la heroína, el policía, el millonario excéntrico están puestos ahí para explicarle el argumento al lector. Langdon no es un ser humano, es una profesión, el autor necesitaba un experto en simbología religiosa para ir cosechando las claves tupidamente sembradas a lo largo del relato, y contrató a un profesor de Harvard. Lo terrible para nosotros es que el negocio le sale mal y acaba siendo una pésima inversión: en la página trescientos setenta nos enteramos con espanto que Langdon es tarado, y que el sencillo artilugio (que por cierto no pasa inadvertido al lector) de escribir unas letras al revés basta para desorientarlo por completo. Pasado el estupor inicial de semejante revelación, uno busca justificación para tanto ensañamiento del autor con su héroe. Lo primero que se nos ocurre es que se trata de una irónica burla gastada a los catedráticos de la conocida universidad; o, mejor aún, pensamos que tal vez Brown, como Swift o como Flaubert, esté obsesionado con la estupidez. Aunque tardíamente, esto hubiera redimido al autor dándole al personaje un rasgo humano, decididamente humano. Pero nada ocurre, a medida que avanzamos en la lectura comprobamos que ha sido un desliz provocado por la escasez de recursos estéticos del escritor. En definitiva, a los personajes de la novela (de alguna manera hay que llamarlos) les falta vida. El autor no consigue salvar el obstáculo ni siquiera intercalando rasgos circunstanciales en la narración. Cada vez que lo intenta, éstos terminan siendo demasiado predecibles y ejecutados con negligencia. Y ya que hablamos de torpezas, apunto que las escenas de remisiones –sea a clases dictadas por Langdon, a la infancia torturada del villano o a ritos ancestrales presenciados por la heroína en su adolescencia–, son tan artificiales que parecen haber sido agregadas una vez terminada la novela. Por lo demás, es notorio que Brown padece del conocido “síndrome de Hollywood”, esa simplista división de los personajes en buenos y malos. Los buenos son buenos desde la primera página y hasta la última; los malos se dedican a hacer porquerías por el perverso y único placer de hacer el mal. Los buenos están siempre a favor de la verdad y de la justicia; los malos están equivocados o, en el mejor de los casos, tienen un pasado de dolor y sufrimiento que los justifica como tales. Los justifica, digo; no, los redime. Me parece demasiado pueril. A esta altura de mi vida, cuando leo aspiro a que me traten como a un adulto. De hecho, más que una novela, el libro es un guión para una película, o al menos, da toda la sensación de que ha sido escrito pensando en la industria cinematográfica. Nadie se sorprenda si en un futuro no muy lejano, Brad Pitt y Angelina Jolie son la pareja protagónica de una superproducción con notable éxito de taquilla, y hasta se lleva algún Oscar. Otra cuestión aborrecible del libro es esa obsesión que tienen los norteamericanos por evitar que una obra pueda ofender a minorías raciales o religiosas, y por esto ganarse un juicio. Este temor reverencial a los pleitos entorpece el desarrollo de las novelas, filmes y obras de teatro. De otro modo, no se explica por qué el autor resalta en varias ocasiones la profunda espiritualidad del Papa y de quienes componen la cúpula de la Iglesia, o se la pasa aclarando que la mayoría de los miembros del Opus Dei, filial Estados Unidos, son exitosos ejecutivos y dedicados padres de familia, que creen de buena fe en los postulados de la obra de Escrivá de Balaguer. Si no es éste el motivo, no veo la razón por la que Brown anda pidiendo disculpas cada cincuenta páginas. Todo esto le quita frescura al relato. Un párrafo aparte merecen los diálogos. Es sabido que el autor de una novela suele transitar diversos géneros a lo largo de la obra. Especie de gran orbe literario, la novela permite incluir en ella la poesía, el ensayo, la crítica, el drama, la fábula, etcétera. ¿Qué es el “Informe sobre ciegos”, sino un cuento de horror dentro de una gran novela? O “Cándido”, ¿no es también un brillante ejercicio de la parábola? Una de las posibilidades que nos da el universo de la novela es el diálogo. Para los griegos el ser era eterno, increado, no tenía comienzo ni fin. Parménides se refiere a él como “no nacido”, “no perecedero”, “sin fin fuera de sí mismo”, “todo entero y presente a la vez”, “único”, “sin interrupción”. Antes, Anaximandro lo había llamado “no finito”, ápeiron. Esto le permitió a Platón enseñar que conocer es recordar e inventar el diálogo, para poder seguir conversando con su maestro Sócrates, muerto por la cicuta . A partir de entonces el diálogo se convirtió en uno de los géneros preferidos por filósofos y teólogos, dando nombres inmortales como los de Cicerón, Boecio, Ramón Llull, el obispo Berkeley, Giordano Bruno, entre otros. Con el advenimiento del modernismo filosófico, los científicos y pensadores sintieron que el ensayo era un medio más idóneo para expresar sus ideas que el diálogo. Pero este género literario no desapareció, fue absorbido por la novela, es decir, por la ficción. La necesidad estética de crear un ambiente, de mostrar un personaje, de resaltar las pasiones que mueven a los caracteres, hizo que la novela fuera cambiando, y con ella el diálogo. Así, para hacer más creíble el mundo en el que se desarrolla la trama, para satisfacer a un lector cada vez menos inocente, y en consecuencia, más suspicaz, los autores empezaron a registrar las vacilaciones, los modos, los énfasis, las pausas, las entonaciones, los distintos ritmos del habla de los personajes. Los interlocutores comenzaron a interrumpirse, a insultarse, a hacerse bromas y reproches, y hubo frases truncas y equivocaciones y oraciones sin sentido y malos entendidos, como los hay en cualquier conversación. La literatura norteamericana nos ha dado algunos de los mayores maestros del diálogo (Hemingway, Tom Wolfe, por citar sólo un par de ejemplos). Esto parece ser absolutamente ajeno a Dan Brown. Pese a que abundan sus convenciones tipográficas, en “El Código Da Vinci” no hay diálogos. Hay exposiciones, hay argumentaciones, pero no diálogos. Los personajes no hablan, pontifican. Todas las conversaciones entre los protagonistas de la novela tienen un lamentable fin didáctico: explicarle al lector conceptos básicos de religión, logias masónicas, computación, historia, etcétera. Los injustificados diálogos de Brown dicen cosas como ésta de la página 467, que ahora copio: “Para empezar, un poquito de álgebra de Boole combinada con algunas palabras clave, a ver qué pasa.” Para muestra basta un botón, dicen. Termino de leer y acabo también de anotar mis impresiones. Ha dicho Oscar Wilde, a quien siempre recurro en cuestiones estéticas, que hay dos clases de libros: aquéllos que están bien escritos y los que no. “El Código Da Vinci” no es una mala novela, es peor. Confieso que la he leído. Ruego a Cervantes, a Balzac, a Mahfuz, a Faulkner, que me perdonen tan grave pecado. En penitencia, prometo lacerar mi carne con un cilicio hasta sangrar.

7 comentarios:

  1. Me ha parecido una crítica magnífica. Un compendio de lo que no hay que hacer en literatura. Está, además, sazonado con comparaciones ejemplificadoras de lo que sí es deseable en una obra de ficción.

    Tate tranquilo, Juan Ignacio: hiciste bien en leerla ya que 1) para conocer lo bueno hay que experimentar lo malo y 2) nos has hecho el grandísimo favor de no tener que perder el tiempo con ella.
    Saludos

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  2. Yo me la leí al principio de escucharse hablar de ella porque me la regalaron. Y me pareció una novela entretenida, pero, una vez terminada, no dejó nada en mí. Obra de usar y tirar, como la inmensa mayoría de cine de Hollywood, fin último que parecía perseguir esta novela...

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  3. Dan Brown no es Proust, ni Joyce, ni Lezama Lima, ni García Márquez, ni Cervantes... Eso es evidente. Consigue lo que la novela pretende: venderse bien; convertirse en película de éxito; tener secuelas. No hay ni que lacerarse ni que rasgarse las vestiduras salvo que el crítico tenga las mismas debilidades masoquistas que el monje del cilicio. No la he leído, aunque si lo hubiera hecho no perdería mi tiempo y el de los demás dando cuenta de mi erudición para disculpar un momento onanista.

    A lo hecho, pecho. No pasa nada por leer algo que no esté a la altura de Balzac.

    Desde mi punto de vista, he perdido más tiempo leyendo la crítica que muchos millones de personas leyendo la novela.

    Salud

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  4. Anónimo:
    no me quedó claro. Al final, ¿la crítica no te gustó?

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  5. "El Péndulo de Foucault" hizo que dejara de interesarme la obra de Umberto Eco; eso sí "El nombre de la rosa" puede que me lo relea de nuevo.
    Y eso que durante un tiempo compraba Best sellers para tener algo ligero que leer de vez en cuando; ya no me hace falta.
    Chapó por la crítica.

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  6. Dejé empacado y acumulando polvo este libro que me regalaron hace muchos años y decidí leerlo hasta ahora para comprobar hacer un juicio propio del libro y no dejarme influenciar por ninguna opinión (ni la de los que les gusto, ni las de los quw no). Mi conclusión es que lo que en principio era una historia interesante terminó por volverse una aburrida adivinanza. Me imagino a Dan Brown haciendo un mal casting para sus personajes, todo muy al estilo Pirandello en 6 personajes en busca de un autor. Al final abandoné la lectura del libro y fui a un intercambio de libros en el que todo mundo se sorprendió de verme quemarlo: se supone que los intercambios de libros son para promover la lectura o no?

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  7. des afortunadamente le damos poco valor subjetivo a la literatura y quemar un libro hace parte de ello sin embargo es valioso hacerlo cuando de tachar un libro se trata, para mi este libro solo mide la creencia en un Dios que verdadero o falso que sea leerse un libro no quita creencias.

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