miércoles, 24 de marzo de 2010

RABOS DE LAGARTIJA, De Juan Marsé


RABOS DE LAGARTIJA,
De Juan Marsé, Barcelona,
Lumen, 2009.

Reseña de Anabel Sáiz Ripoll

Juan Marsé, Premio Cervantes 2008, fiel a su particular mundo imaginativo y sus coordenadas espaciales y temporales, en la Barcelona en la posguerra, siempre con el barrio del Guinardó de fondo, escribe una historia emotiva, muy dura y conmovedora, ya que “Rabos de lagartija”, sin duda, no dejará indiferente al lector.
La estructura y la voz narrativas de esta novela son impactantes, ya que no nos damos cuenta de que quien cuenta la historia lo hace desde el pasado, pero ya en el presente. Ese particular juego narrativo se enriquece, gracias a la sabiduría de Marsé, cuando descubrimos que el narrador cuenta algo que él no vivió del todo, o, al menos, no en primera persona, puesto que el narrador no es otro que un niño, con defectos de nacimiento, que cuenta la historia de su madre, Rosa Bartra y de su hermano, David, cuando aún se estaba gestando en el vientre materno. Eso, insistimos, dota al relato de una fuerza sobrecogedora, sobre todo cuando llegamos al desenlace, tremendo, y entendemos algunas pistas o guiños que nos ha ido lanzando el autor a lo largo de todo el relato.
En una España triste, llena de pobreza y de injusticia social, sobresale Rosa, la pelirroja, con un hijo, David y embarazada de nuevo, aunque su marido ha huido, en una carrera frenética, entendemos que por motivos políticos, de la policía. El inspector encargado del caso, Galván, acaba por enamorarse de Rosa y tiene con ella mil atenciones que a David le resultan odiosas. Dicho así parece una historia más, pero cuando entramos en el tejido de los personajes, en sus pensamientos, en ese soñar que tiene David, lleno de entelequias, de palpitaciones, de premoniciones, no tenemos más remedio que seguir leyendo porque una simple reseña no le hace justicia al libro.
Entrañable resulta la relación de David, un muchacho con un particular sentido de la justicia y con una imaginación exacerbada, con el perro Chispa, un pobre chucho moribundo por el que siente un afecto visceral, ciego.
A los personajes de “Rabos de lagartija” la época histórica que les tocó vivir los ha engañado, los ha ninguneado y, lo que es peor, ha silenciado sus sueños y los ha matado. Rosa, la pelirroja, que nunca más pudo ejercer de maestra y que está muy enferma, aunque quizás no sea consciente del todo, y que malvive cosiendo como puede; David, el muchacho que sueña mirando los pósters que hay en su habitación, que se viste de niña, que imagina apariciones de su padre, que fantasea con el piloto de la RAF que lo mira desde la pared de su cuarto y que siempre siempre escucha sonidos raros, como si un mal viento se le hubiera metido en los oídos. Incluso el propio Galván, con una historia gris a sus espaldas, hubiera merecido mejor suerte. Y Paulino, el aprendiz de barbero, harto de los malos tratos de su tío. La abuela, anclada en un universo que no existe ya. Y el narrador neonato que tendría que haber sido un niño normal y feliz.
“Rabos de lagartija” es una novela difícil de leer, dramática, escrita de manera impecable, en donde tan importantes son los diálogos como las reflexiones que leemos en torno a los personajes y al momento y que nos permiten entender el drama que viven esas criaturas y que, pese a todo, aún tienen ganas de seguir adelante. Rosa quiere tener a su hijo. David quiere testimoniar lo que ve. El pequeño, Víctor, quiere tener una vida como todos los demás.
Quizás, para quien no haya leído nunca a Juan Marsé, éste será el principio de una buena amistad lectora y para quien ya lo conozca, corroborará su maestría literaria.

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