Pilar Gorricho desgrana la culpa en este poemario editado por Ediciones Torremozas en
versos concisos con metáforas e imagines contundentes. Nos abre las puertas de su universo, donde el tiempo, la ausencia, lo prolífico de esa naturaleza que nos libera, la sanación del amor, cobran vital protagonismo.
Estos versos que nacen del dolor ya reposado de la perdida, denotan el coraje de querer seguir adelante, de vivir en medio de un amalgama de emociones (a menudo contradictorias) que la fecundan.
El prólogo corre a cargo de la laureada poeta toledana Maria Luisa Mora Alameda y el epilogo a modo de poema y diseño de portada es de Cecilio Barragán Bravo catedrático de ESDIR de Logroño.
En las 94 páginas del poemario, Pilar vive los años posteriores al sabor amargo del paso de la muerte por su piel en su modo mas trágico de presentarse a contra corriente.
Decía Antonio Machado que la “alegría pasó una vez por su casa y dos veces no pasa” y Pilar intenta que esto no sea cierto, que algo parecido al jubilo redima los tiempos, que una alianza la sorprenda y encuentra una luz en el camino del perdón evocado en el titulo del poemario.
Esa hiedra que todo lo coloniza cuando recorre nuestras venas.
El perdón a nosotros mismos, a la vida y a la misma muerte. Parafraseando a Dante Alieghieri “Quién sabe de dolor, todo lo sabe” Podríamos decir que bien sabe del dolor
Pilar, y por ello se encomienda a su yo más profundo para que la próximo que sepa sea de la grandeza naciente en la misma caja torácica de su mundo, ese mundo que nos invita a conocer a través de su obra.
Datos Técnicos
Editorial: Torremozas
Número de páginas: 94
Encuadernación: Tapa blanda
ISBN: 9788478396542
Año de edición: 2016
Precio: 12€
Sobre el autor: Pilar Gorricho del Castillo
Impresiones
Siempre pensé en la hiedra como una planta interesada y feliz. Con sus brillantes hojas, se adhiere a los muros en busca de ayuda para trepar, y, en su alborozado ascenso hacia la luz, no conoce la pérdida, ni busca el apoyo de una madre, una voz que la salve, «una palabra que calibre el eco que vamos dejando». No sabe de los partos, ni del dolor del alumbramiento, ni de la muerte a destiempo. Consciente de su belleza, ofrece su verdor, cubre lo feo del muro y de la existencia, alegra lo sombrío, y, por su hoja perenne y lo fecundo de sus ramas, se convierte en símbolo de la inmortalidad, como un ave fénix vegetal que muere y renace y representa el eterno ciclo de la vida. Su adhesión nos conduce también a la idea de fidelidad; su fuerza simboliza determinación, crecimiento espiritual.
Escribir es otra suerte de renacer y crecer («Ahora desnudo el alma en la fantasía / redundante de la caída de la palabra»), un modo de erradicar nuestros demonios, de expulsar, a través de la expresión, todo lo que nos daña. Escribir, como perdonar, es una tarea necesaria para el que sufre; también para el que busca en la lectura de la poesía un espejo donde enfrentar su propio dolor. Compartir, aferrada como una hiedra a los versos ajenos, el viaje de la vida.
Quizás el tallo en que se apoya Pilar Gorricho la ampare para enfrentar la amargura, la orfandad. Para obtener un perdón que no sabe si merece. Para hablar de la culpa. Sus versos, tan hermosos como duros, tan irreverentes en ocasiones, tan insultantes para quienes buscan la belleza, se derraman en párrafos extensos, sin contención, en imágenes complejas e hirientes; también, a veces, en cierta calma del paisaje («Toda rota de carne entre los dientes, / regreso a la tarde y sus colinas»). La naturaleza brota en cada esquina como un escenario. La piedra «esperando que el río / la honre con su aseado beso», el agua, las selvas, «las flores de la noche», las estrellas. Pero no podemos negar que todos esos elementos nos golpean las aristas de las heridas: nos hacen sangrar.
La oración que brota de los labios de la poeta golpea inútilmente la pared del silencio. La sinestesia, el oxímoron, una adjetivación sorprendente, el hipérbaton que en ocasiones nos recuerda al estilo de las escrituras sagradas, nos salen al paso en muchos de sus poemas; los aforismos, pesimistas en su mayoría, pero certeros como dardos («Lo peor es irse consumiendo / y tener que dar las gracias»), nos dejan clavados al final de la idea. La vida puede ser un extenso valle de lágrimas cuando se pierde («Pétrea es la corteza de la tierra / y las flores no aciertan a medrar aquí»), y la derrota siempre nos conmueve («En qué obstinado instante / no vi, hija, / cómo, agotada de andar, / dejabas bajo el suelo /el aterido aplauso de tus chanclas»).
Es evidente que, en la profundidad de estos poemas, el tiempo, el amor, el dolor y la soledad se erigen en los temas fundamentales; pero también la redención a través del análisis de nuestras debilidades y su aceptación (de suyo va el perdón) se dejan traslucir tras las hojas de esa hiedra simbólica y real, de ese tejido construido con palabras y cimentado sobre la sensibilidad y el sufrimiento. Sobre el rostro más humano de la vida que es siempre la literatura.
«Tengo un corazón / escupiendo la sangre del concepto», afirma Pilar, y ese latido marca el ritmo solemne de sus versos; un bombear en el que la búsqueda a través de la palabra se convierte en obsesión («Encontrar la palabra justa entre la paja ajena / y la viga en la mía», «Una palabra conductora de caminos») y en bendición, en crecimiento y renacer, pues quienes nos dedicamos a las letras nos aferramos como la hiedra a la belleza y a la luz y comprendemos que «Quizás… / la ciencia no esté hecha / para la barbarie del vuelo» y solo nos queda la poesía.
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