Aquella nariz de boxeador acabado y la vomitiva cicatriz que surca su cara desde la ceja izquierda hasta la barbilla, unido al espeso bigote cano y mal recortado, configuran una cara que aborrezco con toda mi alma. El jefe me tiene más que harto. Siempre me envía a solventar los negocios más peligrosos a cambio de un triste sueldo, sin que hasta la fecha hubiera tenido el detalle de un pequeño ascenso en la organización con una minúscula parte en los cuantiosos beneficios que mi trabajo le procura cada mes.
Estoy decidido a cambiar mi futuro y eso pasa por acabar de una vez por todas con él, aunque no es tarea sencilla. Los dos gorilas que le abrigan las espaldas son fríos como el hielo y le profesan una lealtad inquebrantable.
La pasada noche me colé en su despacho, el que tiene en el polígono de Reus bajo la tapadera de una empresa de transporte urgente. Me dirigí hacia el mueble bar y abrí con la llave. Agarré la única botella abierta de güisqui y después de desenroscar el tapón, introduje unos polvos que acabarían con su vida. Agite la botella, le puse el tapón y la dejé en su lugar cerrando con la llave el mueble bar y la puerta de su despacho.
A las siete en punto de la mañana me encontraba abajo, con los moteros de reparto, esperando que me llamara el jefe. Cada mañana tenemos una reunión para organizar los trabajos del día. Desde la parte superior Juan, uno de sus gorilas me hace señas para que suba. Cuando entro, el jefe se encuentra con las manos entrelazadas encima de la mesa y me miraba con cara circunspecta.
De la sobaquera extrae su pistola y la deposita con suavidad sobre la mesa. Mi mirada se pierde en el arma mientras empiezo a sudar como un pollo, quizás se ha dado cuenta que le he envenenado el güisqui, estoy perdido si así es.
Sin decir palabra se alza de su sillón de piel y se aproxima al mueble bar mientras los dos gorilas se sitúan a mi espalda, uno a cada lado. El Jefe se mira un instante en el espejo del mueble y se aprieta el nudo de la corbata, extrae la llave y saca la botella de güisqui.
Después de servirse vuelve a tomar asiento. Yo todavía sigo con la vista perdida en el arma que ha dejado sobre la mesa. La sordina se alarga eternamente y el jefe todavía no ha probado el güisqui, se detiene con una parsimonia desesperante en encender un cohíba. Noto como las piernas me fallan y empiezo a temblar.
Juan pone su mano sobre mi hombro, me giro y me hace una seña para que me aproxime más ante el jefe. El capullo da una calada a su puro y me lanza el humo a las narices, agarra el vaso de güisqui y yo aprieto los dientes. Me mira de soslayo y se lo bebe de un solo trago. Respiro aliviado, lo que sea que quiera decirme no es sobre el güisqui. Se alza de su sillón, pero pronto empieza a dar traspiés sin sentido y se echa las manos desesperado a la garganta intentando chupar un aire que le falta. Los ojos parecen salirle de las órbitas, se está ahogando. Su cara se congestiona y se pone roja como un tomate. Juan se aproxima y lo agarra antes de que bese el suelo.
Le arrea un manotazo en la espalda en un absurdo intento para que recupere el resuello, pues piensa que se ha atragantado.
Solo escucho lejano en mi oído la voz de Juan.
—¡Jefe, jefe! ¿Se encuentra bien?
¿Jefe, me ha llamado Jefe? Miro a mí alrededor, en mi despacho solo estamos Juan, Antonio el otro guardaespaldas y yo. Juan me sostiene y puedo ver con pánico mi jeta reflejada en el espejo del mueble bar. Esa nariz de púgil, el bigote cano y la horrible cicatriz que recorre mi propia cara. Prácticamente sin aire en los pulmones puedo distinguir desde el suelo el vaso de güisqui y la botella. La única llave que abre el mueble bar pende de un cordón de mi cuello. Entonces empiezo a recordar, pero ya es demasiado tarde.
No hay comentarios:
Publicar un comentario