Dicen que me volví loco, quizás tengan razón, pero tuve que matarlos a todos, no podían seguir viviendo. Eran escoria, seres despreciables, aunque el mayor degenerado de todos, fui yo.
Todo sucedió hace cinco años, pero ni siquiera hoy puedo sacármelo de la cabeza. Por eso, porque ya no lo soporto más, he decidido acabar con mi vida, pero hasta ahora, todos mis intentos han resultado en vano.
Si no pertenecías a la pandilla, estabas en contra de ellos, así que mi hermano mayor intentó introducirme en su panda que dominaba todo el asunto de drogas de un barrio a las afueras de Tarragona. Sabía, porque él me lo había dicho, que para entrar tenía que demostrar a los demás que no era un cagado, ni siquiera él mismo conocía qué prueba debía superar.
Me dejó con cinco de los suyos en una plaza de Torreforta, y luego se marchó. Nos subimos a un Seat y me llevaron a una nave abandonada del polígono del Francolí, donde tenían su cuartel general. Cuando llegamos, encendieron unos focos. En el centro de la nave había una persona con las manos atadas a una silla y con la cabeza cubierta por un capuzo negro. Su cuerpo se hallaba envuelto en unos embozos manchados de sangre. A través de la mordaza se escuchaban ahogados sus gritos de desesperación. Uno de ellos me entregó un bate de beisbol. Con el mentón señaló al encapuchado.
—Es un traidor —dijo mirándome a los ojos— Por su culpa han encerrado al Perica y al Fideo y han desaparecido dos kilos de hachís.
No hacía falta que me explicara nada más, esperaban que le arreara con aquel palo, y eso hice. Primero fueron unos golpecitos indecisos, y empezaron a reírse como hienas, burlándose de mí y llamándome nenaza.
—En la panda no queremos señoritas. Lárgate —me dijo otro de ellos.
No podía permitir que me echaran de la panda. Me arme de valor y ante los agónicos sonidos que aquel desgraciado emitía a través de la mordaza le arreé un bastonazo brutal. Su cabeza se ladeo hacia atrás como una pelota, y la sangre empezó a manar empapando todo el embozo que lo envolvía.
Mire hacia uno de ellos y con una sonrisa irónica me invito a seguir sacudiéndole.
—¡Mátalo! —Dijo —Mata a ese cabrón.
Agarré con más fuerza el bate y le volví a sacudir en la cabeza. Un ruido extraño llegó a mis oídos, creo que le partí el cráneo como un melón. El individuo ya no gemía ni se movía, tenía la cabeza echada hacia atrás.
Entre risas uno de ellos se acercó. Le puso el oído en el pecho y asintió. Aquel mal nacido estaba muerto.
De una caja sacaron varias botellas de aguardiente, y me dieron una para que bebiera. Mientras continuaban con sus absurdas carcajadas y sus estúpidas burlas, me acerqué al fiambre y sin saber el motivo que me impulsó a hacerlo, le descubrí la cabeza.
Mi hermano estaba allí, atado y amordazado cubierto con aquellas telas que impidieron que lo reconociera. Me volví loco. Agarré el bate y me lie a estacazos. Los fui cazando uno por uno, machacándoles la cabeza y hundiéndoles la empuñadura por la boca, pero el último sacó una pistola y disparó dos veces. El primer plomo me alcanzó en la garganta y me la destrozó por completo, el segundo me alcanzó en la médula espinal.
Desde entonces estoy unido a una cama, sin siquiera poder pestañear y tampoco hablar. Quiero quitarme la vida, pero no puedo hacerlo por mí mismo. Me niego a comer, pero me alimentan por vía intravenosa. Quiero gritar que me maten, pero mi boca no emite sonido alguno. Estoy en este cuerpo, encerrado de por vida y soportando el haber sido el asesino de mi hermano. ¡Mátame tú, por favor!
Autor Amando Lacueva
© Obra registrada 2011
Reservados todos los derechos.
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