miércoles, 5 de octubre de 2011

La confidente

LA CONFIDENTE

Cuando recibí el mensaje de Charito a mi móvil, me encontraba tomando unas cervezas con Antonio en el bar Negresco de la calle Fortuny. Le hice una seña y apuramos las cañas de un trago. Antonio dejó unas monedas sobre la barra y acto seguido salimos del local como alma que lleva el diablo. Nos subimos a mi burra y bajamos hasta la calle gasómetro, de allí por Prat de la Riba hasta la Plaza Imperial y luego nos embocamos por la carretera de Valencia para dirigirnos hacia el barrio de Torreforta, mientras mi colega contactaba con la comisaría para que nos enviaran refuerzos.
Cuando llegamos, la puerta del domicilio de Charito se encontraba abierta, pero no me extrañó porque eso es algo normal en ella, lo sabré yo que he visitado su alcoba en infinidad de ocasiones. Antonio me pidió que no tocara nada, pero yo sabía que los de la científica no hallarían prueba alguna, así que me dirigí al mueble bar, agarre una botella de brandy y me serví una copa mientras prendía lumbre a mi último pitillo.
Charito se encontraba sentada en medio del comedor. Me acomodé en un sillón, frente a ella. Me miraba con ojos de espanto y permanecía muda, fría como el hielo. Yo maldije y apuré la copa de un solo trago.
Charito es mi confidente, una pobre prostituta que se gana la vida trabajando en las cuatro carreteras doce horas al día. Una preciosa joven de tan solo veinte años que se costea los estudios de medicina en la universidad de Reus, ejerciendo la prostitución. Charito es su nombre de guerra, su apodo, su verdadero nombre es Isabel, una luchadora que no desea permanecer por mucho tiempo viviendo en las cloacas ni soportando toda la porquería que le ha tocado vivir.
Mientras la miraba me vino el recuerdo de la última vez que estuve con ella. Me sopló lo del alijo en la playa de Comarruga, gracias a su confidencia pudimos hacernos con cuarenta kilos de hachís y detener a tres colombianos, mala gente, por menos de un chute te hacen una corbata colombiana te siente bien o no.
Todavía andamos detrás del cerebro de la operación, pero eso es cuestión de poco tiempo, pronto le echaremos el guante.
Antonio agarró una silla y se sentó junto a Charito mientras me observaba para que no cometiera una locura, sabía que la niña me iba y que sentía un verdadero aprecio por ella.
Miró a Charito, seguía con la mirada perdida. Meneo la cabeza y se alzó de su asiento.
—Pedro, vámonos. Está visto que no tenemos nada que hacer.
Pero yo permanecí en mi asiento, mudo, contemplando a Isabel, esperando que se levantara como si tal cosa y me sirviera una copa, o que se desvistiera de aquella forma tan sensual que solo ella sabe hacer, pero ella continuaba muda, con la vista de espanto perdida en la nada.
Ni siquiera me percaté de la presencia de mis compañeros de la científica, acaban de llegar y empezaron a hacer fotografías y tomar huellas. Yo me levanté y me dirigí hacia la salida del comedor, en el dintel de la puerta se encontraba Antonio, esperándome. Metí las manos en mi bolsillo y logré mi teléfono móvil. Busque el último mensaje de Isabel, decía: Ayúdame, me van a matar.
Ignoro cómo pudo enviarlo, quizás en un descuido de su verdugo. Me volví para darle el último adiós. Isabel seguía sentada, con los ojos de espanto y la lengua surgiendo por su cuello.
—Esos colombianos pagarán lo que te han hecho —susurré, y salí de su casa con Antonio pegado a mi lado.

Autor Amando Lacueva
             © Obra registrada 2011
             Reservados todos los derechos.

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