martes, 20 de septiembre de 2011

Si te dicen que caí, de Juan Marsé



Nº páginas: 376 pags
Lengua: CASTELLANO
Encuadernación: Tapa blanda bolsillo
ISBN: 9788497930635
Colección: CONTEMPORANEA
Nº Edición:1ª
Año de edición:2003
Plaza edición: BARCELONA
 
Reseña de José Luis Fernández Gancedo
Juan Marsé, cuéntanos como paso aunque la verdad sea dolorosa
9/09/11
Dado que en este país aún llamado España no hay nada como morirse para que hablen bien de uno, espero y deseo que cuando sean informados de mi caída en combate aquellos que me tienen en muy alta estima me recuerden mejor de lo que fui y olviden que yo fui aquel que entre otras cosas: sin encomendarse ni a Dios ni a El Diablo y sin avisar se fue solo a Rumania, alguna que otra noche de Sábado se metió en el traje y la piel de un desaparecido en combate y en lugar de compartir su tiempo con sus compañeros de armas se decanto por la compañía de sus Demonios y sus Fantasmas, se paso por el forro los principios de la caballería y agasajo a los oídos de una noble dama con la confesión “si no hubiera estado bebido no habría hablado contigo”, en su niñez torturo a las Barbies de sus hermanas y llegado a la madurez tuvo la desfachatez de pedirles un préstamo que nunca devolvió…


Precisamente gracias a dos de las personas mencionadas anteriormente llego a mi vida “Si te dicen que caí”, una novela de la que se puede extraer la conclusión de que si bien no queda muy fino poner a parir al muerto en el entierro cuando su cuerpo aún esta caliente, a la hora de hacer balance de los años pasados de nuestra historia no hay que caer en el error de olvidar sus cosas malas pues, al fin y a la postre, un ejercicio de amnesia voluntaria sería la mejor manera de acabar cayendo en los mismos errores.

“Si te dicen que caí” - publicada en México en 1973 y cuya edición en España tuvo que esperar a la muerte del General Franco – es un duro retrato de los primeros años de los 40 años de paz, de aquellos días en los que a pesar de que ya no había bocas de refugios vomitando a la noche aullidos de madre ni aviones de La Legión Condor segando vidas infantiles con la letal carga que contenían sus entrañas, para muchos fueron lo más parecido a El Infierno en la tierra gracias a al régimen que con su tupida y siniestra red de servidores consiguió que todo el mundo durmiera intranquilo ante la certeza de que el peligro acechaba en todas partes y en ninguna, y la amenaza era invisible y constante…

En aquellos tiempos en los que los que con la camisa nueva bordada de rojo machacaban a los que no comulgaban con los principios fascistas que a sangre y fuego entraron en España tras banderas victoriosas, hombres de hierro, forjados en tantas batallas, acabaron llorando en los rincones de las tabernas al ver como aquel régimen que según ellos – gracias a la intervención aliada – no duraría mucho se eternizaba en el tiempo.
Si dura era la vida para los mutilados que vagaban por las calles sin trabajo y sin esperanza, y para las viudas de guerra que al caer la noche se convertían en putas para dar de comer a los hijos que habían tenido con uno de los cientos de miles de hombres que murieron durante la orgia de muerte y sangre que fue aquel conflicto en el que se mataron los que un día fueron hermanos, más aún lo fue para los niños, las victimas más inocentes de todas las guerras.


Si las huérfanas acogidas en los colegios de monjas soñaban con tener un lugar al que llamar “hogar” y una familia que con su cariño les hiciera ver que a pesar del hambre y la miseria la vida merecía la pena ser vivida, en los Hogares de Auxilio los huérfanos hijos de republicanos fusilados eran destinatarios de una enseñanza cuyo objetivo era conseguir que se sintieran agradecidos al hombre que había mandado a sus padres ante el pelotón de fusilamiento.

Si penosa era la situación en la superficie no mucho mejor era en los desvanes en los que se ocultaban los infelices que no habían podido cruzar la frontera cuando cayo el último frente, aquellos que consumían sus días haciendo pajaritas de papel rompiendo viejas revistas, y abrigando la esperanza de que la suerte se pusiese de su parte y permitiese que su novia volviera a visitarlo tras burlar la vigilancia de la gente decente siempre dispuesta a servir a España.

Perfectamente posibles y espantosas, aburridamente cotidianas y atroces, eran las historias de “fugados” y bonitas ex – milicianas con katiuskas unidos por su destino de ratas acorraladas que veían como su amor imposible perdía la partida ante la traición cuando - en cuartos con las paredes llenas de sangre reseca, suelos surcados de rastros de vomito y una atmosfera impregnada del olor a orines arrancados por el miedo - ellas firmaban la sentencia de muerte de sus amantes para poner fin a las horas de tortura durante las que los miembros de la Brigada Político Social les habían rapado la cabeza, quemado los pechos con colillas y destrozado a puñetazos los bonitos ojos con los que un día les habría gustado ver a la hiena fascista sucumbir en la batalla y al pueblo oprimido romper las cadenas que hacían que su existencia fuera un mundo de penas.

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