Una jovencita con sus valores al aire, sin más ropa que unas braguitas brasileñas moradas, se me acerca contorneando sus caderas, me mira esperando que yo gire la cabeza y la observe. Permanece de pie por un instante, humedeciendo sus carnosos labios con la punta de su lengua, yo continúo con la mirada perdida en el cuadro colgado en la pared de mi derecha, giro la cabeza para poder entender la postura retratada en el lienzo. Corresponde a una imagen del kama Sutra y os aseguro que resulta imposible. La chica se inclina sobre la mesa, ahogándome con sus turgentes pechos que me estampa en toda la cara. Sus labios rozan el lóbulo de mi oreja y me susurra:
—¿Me invitas a una copa?
Alzo la vista y nuestras miradas se cruzan un instante.
—Tómate lo que quieras Lucía, pero en la barra. Ahora sal de aquí, estoy esperando un nuevo trabajo, desaparece. —Le ordeno con voz imperante.
Lucía se da media vuelta con cara de fastidio y se esfuma por detrás de los doseles aterciopelados de color encarnado oscuro. Me encuentro en un reservado de un bar de copas, a las afueras de Miami Playa, aguardando un correo electrónico. Enciendo un pitillo con mi Dupont de oro. Doy una profunda calada y exhalo el aire de mis pulmones. Sobre mi cabeza gravita una pequeña nube de humo blanca. Levanto la tapa de mi ordenador portátil, conecto el puerto USB que me permite acceder a internet y abro mi correo electrónico.
Tomo el vaso de güisqui que descansa sobre el tapete, a mi lado, y bebo un sorbo aguardando la conexión. Afuera del reservado no parece que haya muchos clientes. Son las ocho de la noche, todavía es temprano para que se llene el local.
Otra de las chicas abre las cortinas y asoma la cabeza, yo le hago un gesto de negación y se esfuma como el humo de mi cigarrillo. El correo ya ha entrado. Lo abro y lo leo con atención.
Vosotros podéis llamarme Raúl, si bien ese no es mi verdadero nombre. Nadie conoce a qué me dedico, solo soy accesible a través de una dirección de correo electrónico. Soy un profesional y mis tarifas andan últimamente por las nubes, 6000 euros por trabajo, un excelente caché entre los de mi profesión. Es el precio que tienes que satisfacer si quieres deshacerte de alguien de forma limpia, sin que la policía llegue a sospechar nunca que tú andas detrás del asunto.
En el correo, mi cliente me informa sobre los datos que le solicité; el nombre de la víctima, lugar de trabajo, domicilio, hábitos, edad, y lo más importante, una fotografía reciente.
Mis ojos permanecen clavados en la pantalla del ordenador, no acabo de salir de mi asombro por lo que estoy leyendo, contengo la respiración y aprieto los puños. Minimizo la ventana y abro otra. Antes que nada deseo comprobar si mi cliente ha cumplido su parte del pacto. Accedo a mi cuenta corriente y compruebo que ha realizado la transferencia correspondiente a mis honorarios por el importe acordado.
El saldo de mi cuenta acaba de experimentar un aumento considerable, todo parece correcto. Apuro el contenido de mi vaso y apago el cigarrillo en el cenicero que reposa sobre la mesa mientras compruebo la identidad del ordenante. Siento curiosidad aunque no me cabe duda de quién es. Estoy convencido de que es tan imbécil que no habrá realizado la transferencia desde una cuenta codificada. Acierto de pleno. Nunca suelo hacerlo, no deseo conocer la identidad de mi cliente ni los motivos que le llevan a encargarme un trabajo, pero en esta ocasión, cuando alguien te contrata para que te liquides a ti mismo, creo que resulta normal mi interés.
Agarro el vaso de güisqui y lo estrello contra el cuadro que cuelga de la pared.
Cuando llegue a casa tendré que hablar con mi preciosa mujer.
Autor Amando Lacueva
© Obra registrada 2011
Reservados todos los derechos.
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