Título: La navaja inglesa
Autor: José de Cora
Editorial: Tropo Editores
Edición: 1ª Edición: 2014
ISBN: 978-84-96911-72-7
Páginas: 530
Sinopsis
Madrid
prepara una de las obras más simbólicas y trascendentes del reinado de
Carlos III, el Salón del Prado y sus fuentes, cuando un asesinato
conmueve la ciudad. Se trata de un muchacho de quince años que aparece
castrado y cuyos atributos masculinos se arrojan en el entorno de uno de
los monumentos principales del Paseo, el de Cibeles.El comisionado del
intendente al que se le encarga la investigación llega al convencimiento
de que el crimen del joven guarda relación con la llegada de la diosa
frigia, cuyos sacerdotes en su delirio le ofrecen su masculinidad.Los
rumores salpican a la princesa de Asturias, María Luisa de Parma, por lo
que el Rey ordena que sea espiada para confirmar o no la veracidad de
estas acusaciones.Nuevos crímenes con las mismas características se
añaden al primero y la ciudad se agita entre sospechas y terrores. Por
otra parte, el marqués de Sade, un escritor francés de gustos lascivos,
comienza a ejercer notable influencia entre la aristocracia madrileña,
que se rinde ante la nueva permisividad sexual que llega de Europa.La
Iglesia, que ha permitido y alentado la expulsión de los jesuitas, no ve
con agrado el homenaje mitológico en pleno centro de la ciudad y trata
de evitarlo. De ese modo, la Ilustración que representa Carlos III se
debate entre la apertura y la aceptación de la modernidad, o mantenerse
en brazos de la Inquisición, la censura y el oscurantismo.Las penumbras
comienzan a disiparse cuando el comisionado se aproxima al
descubrimiento del criminal, que utiliza para llevar a cabo sus planes
la primera navaja barbera que llega a España desde Inglaterra. Con ella
castra a sus víctimas como era habitual en los rituales de Cibeles.Pero
¿quién es y por qué se entrega a tan macabro ritual?
Opinión de Gervasio López (Disgresiones y Leyendas):
La
navaja inglesa, que José de Cora viene de publicar con Tropo
Editores,nos describe el Madrid de entre 1773 y 1780, cuando, traspasado
por un irrefrenable afán constructor, el rey Carlos III decide acometer
la ejecución de las obras del Salón del Prado y mudar, por fin, el tan
malbaratado aspecto de la ciudad. Pero es éste un Madrid birrioso y
escalofriado, con las aspiraciones amputadas por los muchos sobresaltos
que le salen al camino; y mientras las piedras que habrán de conformar
la fuente de la Cibeles se blanquean, se escarifican y se pulen, también
se escarifican las honras y los tegumentos genitales.
Así,
durante la construcción de la hoy tan conocida fuente, y como colofón a
una Pascua que ya entonces comienza a ser desdeñada por las penitencias
que en ella se infligen los devotos, aparece el cadáver emasculado del
joven Dosindito, un rapaz casi angélico, pero de familia hecha añicos,
que a todo el mundo hacía bien. Días después, Lorenzo Chacón, el
arquitecto encargado de las obras, hallará en las tierras removidas que
circundan la fuente la bolsa escrotal del muchacho.
Comienza
entonces un reguero como incesante de groseras y generosas
circuncisiones que Dámaso Mayorga, el encargado de la investigación,
tratará de frenar con la muy singular y erudita ayuda del sacerdote D.
Juan Francisco de Castro, a la sazón Vicario General del Obispado de
Lugo, y la preclara sagacidad que de forma puntual le presta el joven
arquitecto Chacón.
Concurren en la historia María Luisa de
Parma, Princesa de Asturias, a quien la Corte se le hace sosa;
Cenarrusa, la “oreja del rey”, siempre atento al contubernio y al
direte; los marqueses de Curazzo, tan dispares ellos; los barones de
Esteiro Labandal; el conde de Sanchezcapitán, Goomer Astudillo,
homosexual impenitente y frivolón; o el negro Tomás, entre otros, un
Borbón bastardo y muy oscuro que semeja hacer fortuna con el cimbrel. Y
concurre, además, salpimentando de sudor la trama, un casi extenuante y
muy democrático goteo de fornicaciones varias, para entonces prohijado
por el pervertido magisterio con que el Marqués de Sade preñaba las
sociedades de la época.
Siempre he tenido a José de Cora
por un muy buen escritor, por una suerte de Woodehouse en ciernes —o sin
los ciernes—, que se revela capaz de instilar en el lector ese aliento
que brota, tan solo en contadas ocasiones, de entre las más bellas
frases de un libro; un autor que inocula el germen de la voracidad y nos
impulsa a continuar con nuestro periplo lector. En sus celebérrimos
artículos periodísticos, de Cora amalgama su muy atinado criterio para
el análisis sociopolítico con un entre vitriólico, sarcástico y
descacharrante sentido del humor. Pero en esta última obra se nos
muestra mucho más.
En su navaja, tal parece que de Cora se
hubiese plantado un pelucón de albos zarcillos, enfundado las polainas y
calado el de tres picos; y así, de esa guisa dieciochesca, nos
transfundiera la más cierta y cruda de las sensaciones. Pues mientras
uno lee sus diálogos y descripciones y se entremete en ellas, casi como
por ensalmo frunce el ceño y se encabrita, esboza una sonrisa o se
carcajea sin recato; siente cuanto pasa, se emociona e irrita, se ofende
y horroriza, pues nada de la obra le es ajeno.
Sus
personajes acarrean un como perpetuo desaliento, una acerba desesperanza
que, aun enjalbegándose con los afeites de la prosperidad, no alcanzan a
ocultar. Viven por un sexo donde el amor se muestra ausente, o por un
favor que tan solo habrán de alcanzar a través de hechizos, de unos muy
bestiales sacrificios o de ungüentos que enlentecen las conciencias y
las sangres. El amor se les antoja una quimera, y al no toparlo se
refugian en un yacer desembridado y sin sentido, en un fregoteo
impetuoso que les arrebata el ser y les rapta el seso, o en unas muy
enloquecidas promesas de endiosamiento. Se nos muestran, por así
decirlo, casi huecos. Y sin embargo tienen alma.
Animados
por esa prosa ubérrima y feraz de José de Cora, los personajes de “La
navaja inglesa se nos hacen vivos y cercanos. Percibimos la belleza casi
rampante que se arracima en Violeta, el íntimo desarraigo que hallamos
en Lorenzo o ese tabernario hedor que exuda alguno de los secundarios.
Esbozamos un deje de repeluzno al contemplar las sevicias y los
crímenes, y se nos cuela por entre los labios algún exabrupto ocasional.
Y esa es, sin duda, para mi eterna envidia como narrador, la tan grande
labor que nos ha demostrado de Cora. Pues pocos hay que nos incrusten
con tal fijeza lo narrado y nos remuevan las entrañas; pocos hay capaces
de crear así.
CODA
La navaja inglesa bien
puede ser un rimero inabarcable de procacidades o una muy extensa
colectánea de balanos en acción. Pero en ese como perpetuo trajín de lo
genital se nos revela la verdadera cochambre de aquella tan ilustrada
sociedad, el réprobo e inicuo comportamiento de quienes, transidos de
una ciega razón, trocaron la moral por unos aires más modernos y
cosmopolitas. Y si bien es cierto que estas crónicas matritenses tienen
un mucho de guarro, de concupiscencia enfebrecida y de escabroso, no lo
es menos que en ese devenir de falos vivarachos, escrotos amputados y
señoritingas de moral escacharrada, el autor nos trae una muy enjundiosa
novela, el retrato vividísimo de un Madrid con los revocos interiores
muy ajados; de un Madrid a la vez misérrimo y suntuario, encopetado y
con los calzones flojos, donde un rey ya taciturno se amustia entre
abrojos, escopetas e intrincadas conspiraciones; donde la nobleza, ávida
de cuartos, de poder y hasta de fornicio, se envisca entre las más
sucias escurrajas en que devienen las morales moribundas; de un Madrid
de atorrantes sin vergüenza y de marquesas sinvergonzonas; de un Madrid
que se ciega con los falsos oropeles de la ilustración mientras abre los
ojos —y los brazos; ¡y hasta las piernas!— a la sicalipsis y a la
sinrazón; de un Madrid, en fin —y discúlpeseme la tan extensa
tautología—, que habrá de quedarse para siempre por entre los más
íntimos vericuetos de mi mente y en el más preciado anaquel de mi
estantería. De un Madrid, en suma, que ya nunca contemplaré de igual
modo.
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